Al menos desde la época de Claudio Ptolomeo, autor del célebre Tetrabiblos, y hasta una fecha relativamente reciente, los astrólogos utilizaron un conjunto limitado y bien definido de cuerpos celestes del sistema solar para realizar sus predicciones. A saber: el Sol, la Luna, y los cinco planetas visibles a simple vista: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno (hablando rigurosamente, existe un sexto planeta visible a ojo desnudo). Durante ese tiempo, todos los nombres cimeros de la adivinación astromántica, desde el ya mencionado Ptolomeo hasta William Lilly, pasando por los no menos famosos Michel de Nostradamus y Morin de Villefranche, buscaron y encontraron la "indudable" influencia de esos objetos astronómicos en las cartas astrales que trazaban. Pero por lo visto, ni siquiera los más preclaros prohombres de la astrología llegaron a sospechar jamás que algunas influencias extrañas estaban distorsionando sus rigurosos cálculos y vaticinios.
Por otro lado, estos eran los mismos cuerpos celestes que estudiaba la astronomía, claro que desde un punto de vista más convencional y diametralmente opuesto. Ningún astrónomo conjeturaba, ni tenía razones para hacerlo, que pudieran existir otros planetas más allá de Saturno. Pero esta situación sufrió un brusco cambio a partir de 1781.
Ese año, William Herschel, maestro de música y organista devenido en astrónomo de éxito, descubrió un nuevo astro en el cielo. Al principio creyó que se trataba de un cometa, o de una "curiosa estrella nebulosa", y así lo informó a la Royal Society. Pero no tardó mucho en ponerse de manifiesto que el objeto no era ni cometa ni estrella, sino el inesperado séptimo planeta del sistema solar. Herschel propuso para el nuevo planeta el extraño nombre de "Georgium Sidus", en honor a Jorge III de Gran Bretaña; por fortuna, este descarado gesto de adulancia no llegó a cuajar, y el planeta terminó llamándose Urano, tal como lo conocemos hoy, de acuerdo a una sugerencia inicial de Johann Bode. De cualquier forma, al bueno de Herschel no le fue mal en absoluto: el mismo año de su descubrimiento fue electo miembro de la Royal Society, un año más tarde era nombrado "astrónomo privado" del rey, y en 1816 recibiría el título de caballero.
Unos años más tarde, se observó que el recién llegado presentaba curiosas anomalías en su órbita: para grave disgusto de los astrónomos, las posiciones observadas no concordaban con las previstas. Pero entre 1841 y 1845, dos astrónomos, uno ingles y otro francés, decidieron atacar el problema desde un ángulo inédito. Trabajando independientemente, John Couch Adams y Urbain Jean Joseph Le Verrier, consideraron la posibilidad de que las perturbaciones de la órbita de Urano fueran causadas por un planeta aún no descubierto. Le Verrier logró finalmente la colaboración de Johann Galle, del Observatorio de Berlín. El resultado fue que el 23 de septiembre de 1846, en la primera noche de observación y a apenas un grado de la posición calculada por Le Verrier, Galle descubrió Neptuno.
La tercera sorpresa sobrevendría en 1930. En febrero de ese año, Clyde W. Tombaugh, en el Observatorio Lowell de Arizona, descubrió un noveno "planeta", que a la larga terminaría por denominarse Plutón. Este hallazgo fue posible gracias al empleo de un ingeniosos dispositivo llamado "microscopio parpadeante" que permite examinar rápidamente fotografías de una misma sección del firmamento tomadas con unos días de intervalo. En realidad, el descubrimiento de Plutón se debió a un afortunado accidente. Entre 1909 y 1915 Percival Lowell se había empeñado en la búsqueda del llamado "Planeta X", más allá de Neptuno. La existencia de este planeta se basaba en cálculos realizados a partir de discrepancias observadas en los movimientos de Urano y Neptuno. Solo que hoy sabemos que esos cálculos estaban errados, y de hecho Plutón resultó ser demasiado pequeño para explicar las supuestas discrepancias.
No resultó sencillo bautizar a este helado huésped de las profundidades del sistema solar. Se propusieron nombres como Atlas, Zymal, Artemis, Perseo, Vulcano, Tántalo, Idana, Cronos. Minerva, Osiris, Baco, Apolo, Erebo, Zeus, Constancia y Lowell (no faltaba más). Al final se optó por Plutón, el dios romano del mundo subterráneo (como dato curioso este nombre lo sugirió originalmente Venetia Burney, una niña de once años), que luce bastante adecuado en vista la perpetua oscuridad en que transcurre su órbita, y también debido a que sus dos primeras letras son las iniciales de Percival Lowell. Existe actualmente una polémica sobre si al fin y al cabo Plutón es realmente un planeta o si es uno de los objetos transneptunianos del llamado cinturón de Kuiper.
¿Se puede excusar a generaciones de astrónomos de haber ignorado la existencia de tres planetas del sistema solar por siglos? Después de todo, estos descubrimientos estuvieron supeditados al desarrollo diversas áreas de la ciencia. El uso del telescopio como instrumento astronómico solo se inició en 1609, con Galileo. Su primitivo dispositivo sería luego progresivamente perfeccionado por sus sucesores, permitiendo observaciones cada vez más precisas. En la segunda mitad del siglo XVII Newton enunció sus leyes del movimiento y de la gravedad, gracias a las cuales un siglo mas tarde sería descubierto Neptuno. Y otro tanto cabe decir del descubrimiento de Plutón: sin las ingeniosas mejoras de los instrumentos ópticos, y sobre todo, sin el desarrollo de la fotografía astronómica, muy probablemente aún anduviera perdido por las profundidades del espacio.